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En Macondo estuvimos todos

El día en que iba a morir, Gabriel García Márquez se despertó en su casa de la calle Fuego, en México, rodeado de su mujer, de sus dos hijos varones y de sus cinco nietos. Dicen los medios que Gabo murió en una atmósfera de quietud, de paz. Dicen –aunque poco saben porque la familia se entrenó durante años el mutismo- que Gabo murió cubierto de equilibrio y de silencio.

El silencio, imagino, es el clima natural de un escritor de novelas. Café, tabaco, y silencio siempre. Pero qué injusto que aquél que manejó las palabras como si tuvieran materia física y las puso en el orden natural que las academias habrían negado (“cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl, un arroz que sabe a depósito…”), tenga que morirse sedando el verbo con narcóticos. La muerte es una trampa, es una traición que le sueltan a uno sin ponerle condición. Para mí es muy serio el hecho de que esto se acabe prácticamente sin ninguna participación de uno, sino cuando llega. Creo que es injusto». Lo es.

De no haberse resbalado en aquella escalera, a buen seguro el Doctor Juvenal Urbino se habría plantado en la Calle Fuego para obrar otro milagro parecido al que protagonizó curando el cólera de aquél pueblo de Cartagena en el que, para Gabriel García Márquez, se desarrolló la que él consideraba su obra maestra. Pero ni él pudo ni  el médico que le visitaba tres veces al día lo consiguió. Cuidados paliativos y sedantes era todo lo que podía administrarse a un paciente que llevaba tiempo preparándose para una muerte anunciada. Aunque sabía, y así fue, que “morirse es mucho más difícil de lo que uno cree”. El cáncer linfático tuvo que aliarse con una bronquitis, un paro cardíaco y muchos años de algo así como demencia senil para secar la pluma.

Y lo logró. Fue a las 12.08 de un Jueves Santo que el hombre que hizo Nuevo al Periodismo, dejó de sobrevivir. Con él, la sonrisa amable con la que aprendió a dignificar los olvidos de los últimos tiempos. “¿Y cuando yo escribí eso estaba drogado o qué?”, preguntaba al leer pedacitos de su obra el que fue capaz de inventarse a José Arcadio Buendía y otras siete generaciones de Aurelianos y Amarantas.

Gabo, como legítimo hijo de Macondo, tenía ciertas habilidades para creer en supersticiones. En las flores amarillas. De algún modo, desde 2006 sabía que Pedro y Pablo Vicario podían estar esperándole en la puerta que daba a la plaza para matarle. Por eso, cada cumpleaños desde aquella fecha el escritor salía de su casa para saludar a sus vecinos y celebrar así otros 365 pulsos ganados en combate. Por eso, en el ojal de su chaqueta, infalible, siempre una flor amarilla. Decía que mientras la llevase consigo nada malo podía ocurrirle. También éstas llovieron en el entierro de José Arcadio. “Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una lluvia de minúsculas flores amarillas. (…) Tantas flores cayeron del cielo que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.

El día siguiente al 17 de abril, un terremoto de escala 7.2 sacudió la Ciudad de México. Pero no. Contra todo pronóstico no se trataba de la resurrección de García Márquez.  El realismo mágico al que nos ha tenido acostumbrados lo habría hecho posible. Pero Gabo ya anunció una vez que “lo malo de la muerte es que es para siempre”, así que habrá que ir haciéndose a la idea de que no tiene previsto volver.

Tampoco hace falta porque alguien que escribió un mundo como El amor en los tiempos del cólera vive para siempre en la cotidianidad de todos aquellos que, de algún modo, hemos pasado por Macondo. ¿Quién no ha tomado alguna vez una cerveza con sabor a detergente?

Garcia_Marquez

Fuente: Ed. Digital de El País (17 de abril de 2014)

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