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Un minuto en el mundo

A las 06:17 amanece un nuevo sol tras los rascacielos del Parque Central de Caracas, a donde solo llegan los rayos de luz que permiten los 46 boquetes de la apocalíptica y maltrecha Torre de David. No muy lejos dos estudiantes que preparan consignas para la manifestación de hoy investigan un crimen que acaba de cometerse en una de las callejuelas que dan a la Rua Tamandaré, en Sao Paulo, cuando el reloj en esas latitudes marca las 07:37 de la mañana. El asesinato tendrá que archivarse sin resolver porque el muerto no era nadie más que un buen hombre de las favelas que había bajado a por pan, nadie, y porque el culpable, un vicioso del crimen de la premeditación y de la perfidia, se encuentra ya en ese momento sobrevolando el Atlántico camino de Madrid. Los estudiantes voltean dando inconscientemente la espalda a la única pista en el lugar de los hechos, el botón de una camisa hawaiana que una vez compró el criminal en el aeropuerto de Krakovia, mientras en Madrid, el camarero del bar que esta noche le servirá su primera cerveza de bienvenida, prepara los vermús inaugurales para los jubilados de la jornada. Son las 12 y media pasadas allí y en el Nueva Galicia se habla de fútbol y de la nueva emigración. Laura Alonso es la nieta de Federico,  un ex combatiente Compostelano que se movió joven hacia la capital para hacer negocio con los tornillos, «y la pobriña tuvo que emigrar a Alemania después de hacer una carrera, un máster y hablar tres idiomas. Válghame Dios. Vaia país de pandereta»–ora Federico con el codo en la barra. En el bar entra un nuevo cliente en el mismo momento en el que un pájaro se estrella contra la cúpula del Reichstag y un pitillo se extingue en la boca de don Martín. Don Martín es un argentino que pronto enamorará a Laura al calor de Brandeburgo para desgracia de Federico y, finalmente, también para la desgracia de la propia Laura cuando después de tres meses de idilio diga que se va, que echa de menos su mate, su tango y su río de La Plata. La penúltima calada de su cigarro coincide con la explosión de un coche bomba en Moscú, cuando las agujas se inclinan allí sobre las 14:39. Sirenas de ambulancia y flashes de Reuters compiten por el espacio alrededor del aeropuerto de Mogadiscio, donde dos diplomáticos de bigote espeso y calcinado yacen escondidos bajo un humo de astillas de cristal. La noticia dará vuelta al mundo pero nunca llegará a la isla de Palau Taliabu, en Indonesia, porque allí la historia es otra y a estas horas, las 18:40, andan más preocupados por recolectar madera, quemar basura y reconstruir los techos de uralita en previsión de una nueva tormenta de las del paraíso. Un europeo retirado que vive y pesca en un islote vecino, sin embargo, ha recibido la señal del atentado a través del transistor que su abuelo había comprado en Berna en los años sesenta, y como tiene un cuñado que anda en los negocios y aterriza a menudo por la estepa rusa, llama de inmediato a París, que allí vive su hermana, para cerciorarse de que tout va bien y amenazar de paso con una inminente visita a su ciudad natal. En París son las 12:37 pero en Nueva Delhi es hora de resurgir los puestos callejeros y devolver las santas vacas al mausoleo del hogar. Macilentas, sí, descarnadas, sí, pero su venerable pertenencia no hay rupias que las pague ni atasco que no las perdone. O eso pensaba René antes de abandonar Aracataca buscando una existencia más mística. Ahora, la verdad, entre lo del hambre y lo de García Márquez está como que le faltan Magdalena y su Macondo. Mira el reloj. Son las 16 y 23 y, como quien pretende sortear miles de kilómetros de un soplido, cruza la calle silbando Las Mañanitas del Rey David, aunque la barahúnda de chillidos que profieren las bocinas de las motos castiguen la melodía a parecer penosamente muda.

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